Columna de opinión

Nuevos desaguisados en la Educación superior chilena

Nuevos desaguisados en la Educación superior chilena

El gobierno ha establecido en su glosa presupuestaria 2017 –y probablemente algo análogo ocurrirá el 2018– el requisito, para las instituciones de educación superior adscritas a la gratuidad, de un límite de 2,7% de aumento de matrícula.

Esta política no hace ninguna distinción entre instituciones públicas –es decir, del Estado– y aquellas privadas que, además de contar con sus propias prerrogativas – flexibilidad contralora, recursos propios, marketing puro y duro– verían incrementados sus recursos por la vía de un subsidio a la demanda de estudiantes en condiciones socioeconómicas más desfavorecidas.

Por otra parte, tanto el proyecto de Ley de Educación Superior como el de Universidades del Estado enviados al Parlamento no establecen aportes basales diferenciados y acordes al estatuto de estas últimas, dejándolas incomprensiblemente y nuevamente a expensas del sistema de mercado que las rige; sin mencionar, además, que el proyecto de Ley de universidades del Estado altera gravemente en algunos casos, como en la Universidad de Chile, cuatro de sus pilares: autonomía, gobernanza, democracia interna, estatuto funcionario.

Ambas situaciones –los proyectos de Ley y las restricciones al aumento de matrícula– se encuentran lamentablemente y tal vez políticamente relacionadas. Porque si las universidades del Estado no pueden aumentar su matrícula –y con ello desarrollar sus proyectos académicos, no sólo docentes– y, además, no reciben fondos públicos diferenciados, recurrentes y acordes a sus necesidades, entonces el perjuicio para éstas es mayor aún en provecho del sistema privado, que ahora las incluye para tender a anularlas.

La situación de la restricción de matrícula –cuando es planteado al sistema en su conjunto sin distinguir, por ejemplo, entre instituciones que sólo ofrecen formación profesional y aquellas que integran investigación y vinculación con el medio, o entre públicas y privadas– es elocuente acerca de las confusiones o, peor aun, las perversiones de la política gubernamental a este respecto. Porque al mezclar peras con manzanas, el razonable propósito de restringir la matricula a Universidades privadas que verían en la pura formación profesional un fin mercantil –y de lucro, en algunos casos– termina aplicándose también a aquellas que no tienen dueño, que pueden y deben apuntar a las necesidades-país y que deberían encontrar en el Estado menos un regulador que un ente de desarrollo.

La política pública en materia de educación superior sigue haciendo agua; en el mejor de los casos podría corregirse si hubiese voluntad política de enmendar el rumbo. Por el contrario, muestra hasta qué punto, lejos de transformar el sistema, lo que hace es consolidarlo.

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