Reflexiones sobre la Contingencia Social desde las Ciencias Sociales

El rol de las Ciencias Sociales frente al ahogo Neoliberal en Chile

El rol de las Ciencias Sociales frente al ahogo Neoliberal en Chile


Lo que está sucediendo en Chile no deja a nadie indiferente, suscitando diferentes reacciones nivel nacional e internacional. Como socióloga, me inquieta el rol que compete a las ciencias sociales en esta situación, principalmente porque me ha tocado evidenciar pobres y sospechosos análisis sobre el origen de estas manifestaciones, desde distintos frentes.

Me sorprende la declaración pública de la OEA que posiciona el origen de los movimientos sociales en las dictaduras bolivarianas o cubanas, ¿es en serio?

No me sorprende el análisis de Villegas que habla de la conspiración que existió durante meses para llevar a cabo estos atentados, los que no entiende como manifestaciones ciudadanas, sino como actos terroristas complejos, organizados por un partido político y grupos sociales coludidos ¿Quiénes? ¿Qué grupos? ¿En qué fundamenta su “análisis”?

Sinceramente estas lecturas creo y espero les parezcan ridículas a la mayoría de la población, porque realmente son de tan baja credibilidad, sin fundamentos, sin un análisis serio. Y es ahí donde me parece fundamental que las ciencias sociales – latinoamericanas y chilenas – realicen una lectura decente de la situación que estamos viviendo en la región y en el país, generando información que permita retroalimentar un proyecto social y político que apunte a la resolución pacífica del conflicto y que contenga propuestas fidedignas para aportar al buen vivir de los maltratados pueblos latinoamericanos, particularmente de nuestro país.

Pensar que existe una orquestación latinoamericana de estos acontecimientos, si se consideran los estudios en la materia, es no entender – o no querer entender – nada de la realidad de la región y, menos aún, de Chile. Es no haber leído, ni haberse formado como investigador/a.

¿Qué dicen algunos estudios al respecto?

Las investigaciones existentes sobre este tema hablan de la primacía de un modelo económico y comunicacional, que se asocia al debilitamiento de un espacio común y a la inexistencia de un actor social que aglutine demandas comunes, con un movimiento político y social regional latinoamericano. Así, los análisis revelan que se han exacerbado, en las últimas décadas, los movimientos en torno a la diversidad, con demandas sectoriales y particulares en cada país. Es decir, todo lo contrario a una organización latinoamericana orquestada por la revolución bolivariana, lo escribo y no sé si reírme o qué, particularmente cuando pienso en Chile.

Lo anterior, es aún más improbable si se considera que la educación superior en Latinoamérica se enfrenta a una crisis prolongada, que implica – entre otras cosas – que la universidad ha perdido constantemente su rol en la generación de conocimientos; existen insuficientes niveles de investigación y desarrollo científico y tecnológico; existe una separación entre la productividad y la investigación académica (Ocampo & Martin, 2004) y la actividad intelectual se escapa de las universidades y se extiende a consultoras en función de los requerimientos del mercado (Garretón, 2000). Así, los y las intelectuales no se han dirigido a generar perspectivas teóricas que alimenten el cambio social general a nivel regional o nacional, a diferencia de lo que ocurrió entre los años sesenta y finales de los setenta, cuando se esgrime con fuerza una postura intelectual, teórica e ideológica – desde el sur – en contra de un capitalismo periférico y dependiente, con un fuerte arraigo en las teorías y metodologías funcionalistas y marxistas (Floriani, 2015).

La irrupción, en la década de los setenta, de las dictaduras militares desarticuló el andamiaje intelectual y académico, el que no comenzó su paulatina recuperación hasta mediados de los ochenta. A partir de entonces, los análisis se focalizaron a nivel nacional, perdiéndose los lazos subcontinentales (Domingues, 2015).

Respecto a Chile, hay diferentes aspectos a considerar que desmoronan la idea de que el movimiento social actual sea un movimiento previamente y minuciosamente organizado, ya sea a través de un andamiaje bolivariano latinoamericano (jaja) o partidario, a nivel nacional.

Así, es importante comprender que como antesala a la “democracia” actual, encontramos una cruenta dictadura militar cuyo foco fue la instalación de un neoliberalismo radical, siendo algunas de sus condiciones la abolición de la democracia, la eliminación de actores sociales y políticos, la conformación de un grupo hegemónico en la conducción del Estado y la alianza con economistas de la escuela de Chicago, entre otras (Garretón, 2012).

Todo lo anterior, fue cruzado por el uso del terror, que funcionó como “el aceite que lubricaba una de las ruedas y cada uno de los mecanismos del sistema dictatorial (…) Era un terror que actuaba como el partero del saber. Esto significaba que estaba al servicio de un proyecto que se instaló argumentando su carácter de verdadero y necesario. Fue eficaz porque se apoyaba en el arma poderosa del terror, pero también porque respondió a tareas históricas pendientes” (Moulian, 1997, p. 194). Destacar aquí que el terror fue, en el pasado, un mecanismo eficaz para instalar el orden que se quería instalar y hoy, es ese terror el que parece estar inundando las calles.

Junto con ello, el consenso fue el acto fundador del retorno a la democracia, lo que se asoció a tomar la opción del olvido de lo que había sucedido durante la dictadura de Pinochet (Moulian, 1997). Al respecto, es interesante preguntarse si ese olvido ha implicado que hoy evidenciemos situaciones similares al pasado (violencia militar, acaparamientos de alimentación, discursos referidos a una guerra frente a un enemigo bien definido, etc.).

Al finalizar la dictadura en Chile, a diferencia de otros países latinoamericanos, durante los veinte años posteriores se contó con gobiernos de coalición centro-izquierda, a través de la denominada Concertación de Partidos por la Democracia, que no fueron estrictamente de izquierda, sino de corte progresista (Garretón, 2012). Cabe señalar que en la década de los ochenta se produjo en el país un desmoronamiento de la izquierda tradicional, la que ya no luchará por una sociedad socialista, ni se posicionará en contra de la sociedad capitalista (Garretón, 2012). En este sentido, la política no se presentó como un espacio de lucha de alternativas, sino como un espacio en el que se realizaban ajustes que no comprometiesen la dinámica general del sistema (Moulian, 1997). Así, es importante mencionar que no se evidencia en Chile la existencia de un partido político radical, que tenga la fuerza y el ímpetu por promover una revolución social dirigida a desmantelar de raíz el sistema neoliberal.

Por el contrario, según lo señalan diversos investigadores (Moulian, 1997; Garretón 2005; Riquelme, en Lagos, 2010), el proceso de transición a la democracia fue preparado previamente y de forma minuciosa con el objetivo de sostener y dar continuidad a las estructuras básicas que se instalaron durante la dictadura y abrir paso a lo que se ha definido como una democracia limitada, una democracia protegida, una jaula de hierro o una democracia de acuerdos.

En esa línea, los estudios aluden a que los gobiernos de la Concertación se caracterizaron por no contar con una definición clara en cuanto a su proyecto político ni al orden económico, instalando medidas paliativas mediante las que no se superaron las principales herencias de la dictadura: la Constitución – de corte neoliberal y que permite el veto de la derecha – y el modelo económico con su correspondiente desigualdad y la imposibilidad de que el Estado ejerza una labor redistributiva (Garretón, 2012).

A partir de 1997, se comienza a mostrar un descontento de la ciudadanía, planteándose un juicio a la transición por no haber superado los enclaves autoritarios (Garretón, 2012). Desde la perspectiva de Moulian (1997), en ese contexto se asistía a una doble limitación en la política. Por una parte, a la ausencia de ideologías que apuntaran a la transformación social, en tanto que éstas continuarían siendo estigmatizadas de irracionales. Por otra parte, a un interés – derivado del neoliberalismo hegemónico – centrado en aspectos técnicos, distanciados de los/as ciudadanos/as, y que no ponen en cuestión los fines esencializados del funcionamiento del sistema.

A partir del año 2003, se llevaron a cabo procesos de modernización del Estado, que – entre otros – no incorporaron reformas constitucionales, priorizaron intereses empresariales, sin asegurar un rol estatal en materia económica y no incorporaron el trabajo de investigación existente en Chile en estas materias.

El año 2006, se evidencia el primer levantamiento estudiantil denominado ‘revolución pingüina’ quienes, a nivel nacional, demandaron una educación estatal, gratuita y de calidad, demandas frente a las que no obtuvieron respuestas.

Durante el gobierno de Bachelet se observaron tímidos avances en materia de protección social y de género, pero se mantuvieron las políticas sociales y macroeconómicas neoliberales, con ciertas modificaciones que respondieron a las movilizaciones sociales.

Luego de 20 años de gobiernos de la Concertación, el año 2010 llega al gobierno Sebastián Piñera, candidato presidencial de la Alianza de los partidos de derecha: Unión Demócrata Independiente y Renovación Nacional (Garretón, en Lagos, 2010), apoyado – además – por sectores de la antigua Democracia Cristiana (Lagos, 2010). Dicho gobierno, supuso un cambio político hacia una gestión tecnocrática, empresarial y gerencial, bajo el lema de la unidad nacional (Garretón, en Lagos, 2010).

En ese contexto, se levanta con fuerza el movimiento estudiantil del año 2011, que apunta al retorno de la educación pública, la gratuidad y la calidad. Demanda que es – en cierta medida – abordada por el gobierno siguiente a través de la promulgación de la Ley de inclusión escolar y sobre educación superior, en el que retorna Michelle Bachelet a la presidencia. Cabe señalar que durante este segundo período de gobierno se llevan a cabo consejos consultivos para una futura reforma constitucional, que en ese entonces no llega a implementarse.

Actualmente, Chile se encuentra bajo el segundo mandato del empresario Sebastián Piñera, es decir, hace un año y medio la sociedad eligió a este presidente, lo que no se condice con un pueblo partidario de un movimiento bolivariano latinoamericano (jaja).

Con todo, hasta ahora, ha existido en Chile un neoliberalismo ortodoxo, es decir, impulsado por una alianza dominante entre grupos empresariales locales, tecnocracias y capitales multinacionales, instalada por la dictadura militar (Ruiz & Boccardo, 2014).

En esta línea, la política económica ha apuntado a establecer de manera decidida la desregulación, el desempleo, la represión sindical, la distribución de la renta a favor de los niveles socioeconómicos altos, la privatización sin medida de los bienes públicos, entre otros aspectos (Ffrench-Davis, 2003 en Garretón, 2012) que se terminaron por consolidar en la constitución de 1980 (Garretón, 2012).

Junto con lo anterior, la desigualdad es un rasgo estructural del orden social en Chile, que se manifiesta no solamente en la pobreza – que ha disminuido considerablemente en las últimas décadas – sino también en cómo se habita el espacio, en tratos discriminatorios y en diferentes niveles de influencia y poder (PNUD, 2017; Mayol et. al., 2013). Cabe señalar que, en promedio, la desigualdad se ha mantenido estable desde mediados del siglo XIX, por lo que para su modificación se requeriría de un trabajo arduo, generando conocimientos e información profunda, actualmente muy escasa (PNUD, 2017).

Además, el país presenta una fuerte concentración del ingreso y la riqueza, siendo el 1% más rico quien capta el 33% del ingreso generado por la economía chilena (PNUD, 2017). Sobre este tema es importante señalar que – desde finales del siglo XIX – parte importante del capital del país se ha encontrado en manos extranjeras (Pinto, 1971).

Cabe también destacar que la mitad de los asalariados obtiene un salario bajo por un trabajo de más de treinta horas semanales, lo que es mayor entre las mujeres (CASEN, 2015, en PNUD, 2017).
Además, una gran parte de los/as trabajadores/as declara que su salario no es suficiente para vivir y en torno a la mitad de la población jubilada recibe una pensión inferior a un 70% del sueldo mínimo (PNUD, 2017).

Por otro lado, se constata en el país la existencia de empresas de bajos salarios, baja productividad y con alta rotación. A lo anterior, se agrega que son casi inexistentes las instituciones que defienden los derechos de los/as trabajadores/as debido a la legislación de 1979 (PNUD, 2017).

Con todo, desde la perspectiva – vigente debido a las escasas transformaciones que ha sufrido el sistema económico – de Moulian (1997), el modelo económico que existe en Chile se caracteriza por una masificación del consumo como forma constitutiva de la identidad, bajo el arraigo del crédito, con el que se ejerce una de ciudadanía insertada en una cadena de pagos diferidos y que, con su atadura, ha implicado un exitoso mecanismo de disciplinamiento. De ahí también la sorpresa de estas manifestaciones transversales a nivel nacional, parecíamos un país dormido y sometido plenamente a la autoridad.

En definitiva…

Las investigaciones son contundentes al revelar la inexistencia de un movimiento social regional, así como de un cuerpo intelectual unificado, lo que se diferencia de otros períodos de la historia Latinoamericana.

En el caso de Chile, no ha existido en las últimas décadas un partido político que se haya opuesto al neoliberalismo de manera radical y que haya llamado a la realización de una revolución social. Por el contrario, algunos partidos han defendido – solo recientemente – reformas sectoriales y parciales.

Tampoco ha existido en Chile un movimiento social unificado. Desde el retorno a la ‘democracia’ dilucidamos la primacía de un individualismo radical, asociado a sistemas de cotización individual, al aumento del crédito, a la privatización de la salud, la educación, las pensiones, etc., entre otros aspectos.

Los movimientos sociales más significativos han sido el movimiento estudiantil y ‘no más AFP’, ambos movimientos sectoriales que no han tenido respuestas de fondo por parte de los gobiernos. Así, el origen de este movimiento social evidenciado en el Chile actual se encuentra en la convicción del accionar de los y las escolares y estudiantes en general, que han perdido el terror a manifestarse, terror engendrado en la dictadura militar. A ellos/as se suma una masa poblacional transversal – vemos a personas de Las Condes manifestarse – y nacional que comparte el agotamiento frente a un sistema capitalista que les ahoga en su precariedad, en su desigualdad y falta de dignidad. Lo que, además, es aliñado por los dichos desafortunados, insensibles, lejanos de las autoridades, que mandan a comprar flores, cuando a la gente le falta para comprar el pan y por la falta de respuestas políticas concretas a problemáticas graves y evidentes que vivencia la población (falta de salud, bajos sueldos, pensiones miserables, educación carísima y de baja calidad, etc.).

Así, se trata de un movimiento articulado de manera aleatoria, a través de redes sociales, que no cuenta con jerarquías ni estructuras claras, que se manifiesta en acciones espontáneas, que se organizan más fácil y efectivamente a través de redes sociales.

Este agotamiento del sistema capitalista ha sido abordado por distintas investigaciones previas, que dan luces de lo que ocurre en Chile, luces que se alejan de un movimiento bolivariano o de atentados organizados por partidos políticos. Al respecto, Ruiz & Boccardo (2014) dan cuenta de que durante los años noventa en prácticamente todos los países de América Latina, se instalaron reformas neoliberales con diferentes grados de avance, que actualmente se enfrentan al agotamiento del ciclo ‘virtuoso’ de algunas materias primas, a lo que se suma la inestabilidad política de las alianzas dominantes, observándose distintos grados de inestabilidad, llegando en algunos casos a la crisis política abierta.

Todo lo anterior, releva la importancia de generar lo que se ha llamado un nuevo pacto social, que se traduzca en nuevas bases sobre las que se construya nuestra sociedad, lo que requeriría la realización de una nueva constitución, que responda a las demandas actuales del país.

¿Y el rol de las Ciencias Sociales?

Los estudios relevan – directa o indirectamente – la importancia del rol de las ciencias sociales para aportar a la reflexión en torno a las problemáticas actuales latinoamericanas en el contexto global, considerando las perspectivas provenientes de otras latitudes, pero también construyendo una epistemología propia y desarrollando modelos teóricos innovadores. Sin embargo, las posibilidades de éxito de dicha empresa se ven limitadas por diferentes aspectos interrelacionados en torno a los que es necesario reflexionar, entre ellos se encuentran:

En primer lugar, en América Latina existe una falta de experiencia o tradición en cuanto a la generación de nuevas teorías sociales, pero también pareciera que – en general – no se promueve, en la formación inicial, tal objetivo. Así, por ejemplo en Chile, la formación de los/as nuevos/as sociólogos/as no prioriza el que éstos/as desarrollen nuevas teorías sociales, sino que se apunta a su inserción profesional, buscando que sepan responder a las demandas utilitaristas del mercado laboral.

Lo anterior, se encuentra relacionado con el debilitamiento de las universidades públicas – lo que ha sido sumamente significativo en el caso chileno – y esto último, con la falta de una masa intelectual crítica, lo que – a su vez – no aporta de manera significativa al cambio social y a las transformaciones políticas. En esta línea, se habla del debilitamiento de una masa crítica unificada, lo que no implica que quienes ejercen las ciencias sociales, desde diversos espacios, no intenten aportar con reflexiones que apuntan a mejorar la calidad de vida de poblaciones específicas.

En segundo lugar, y asociado a lo anterior, la reducción de la educación superior pública y la falta de políticas educativas que promuevan el ejercicio de las ciencias sociales, implica que sean escasos los y las profesionales que pueden acceder a espacios de reflexión en los que se cuenta – en cierta medida – con mayor libertad en el ejercicio de la práctica investigativa. Si se ampliaran los espacios de formación y el financiamiento público se favorecería – sin duda – el desarrollo teórico. Al respecto, cabe preguntarse si existe realmente interés Estatal en ello, en tanto a través de las fuentes revisadas se ha observado que poco se habría tomado en cuenta la información construida desde las ciencias sociales, para la toma de decisiones políticas.

En tercer lugar, y en contra partida, el ejercicio de las ciencias sociales – profesionalizado y efectuado en diversos espacios del mercado laboral (empresas, consultoras, ONGs, etc.) –implica el despliegue de prácticas investigativas a demanda en función de los intereses de las contrapartes, teniendo que limitarse a determinados tiempos, perspectivas analíticas, técnicas y formatos, restringiendo absolutamente la posibilidad de desarrollar reflexiones teóricas profundas, así como la innovación conceptual o metodológica.

Lo anterior es aún más problemático si se considera que en América Latina una de las dificultades más severas es la existencia de un mercado laboral precario e inestable. En el caso de Chile hay que sumar, también, la presencia extendida del crédito, siendo significativo que gran parte de los y las profesionales de las ciencias sociales hayan iniciado su desempeño laboral bajo una condición de endeudamiento, lo que – tal como se señalara – constituye una de las formas más efectivas de disciplinamiento.

En cuarto lugar, particularmente en el caso de Chile, la dictadura militar dominante durante casi dos décadas, la eliminación y el control de las ciencias sociales y la instalación de un sistema neoliberal en la educación superior, parece haberse traducido en un fuerte quiebre en la tradición académica, así como en una separación forzada de espacios de reflexión regionales. En este sentido, los y las estudiantes de ciencias sociales – particularmente de Sociología – cuentan con pocos referentes intelectuales propios del país, existiendo un salto intergeneracional que dificulta la transmisión de conocimientos, así como de aquella seguridad que entrega la tradición, habiendo heredado más bien el temor.

Junto con lo anterior, sin desmerecer a los y las académicos/as existentes, parte importante de las últimas generaciones de estudiantes de estas ciencias, no han contado con docentes que hayan tenido la oportunidad – o el ímpetu – de generar teorías significativas sobre las sociedades de América Latina. Lo último, se relaciona también con la existencia de universidades privadas, en las que el desarrollo investigativo y académico es aún incipiente, sino precario.

Finalmente…

Aunque en décadas anteriores existió un intento de articular espacios regionales de reflexión académica para la generación de teorías sociales, actualmente dichos espacios parecen encontrarse debilitados o – más bien – atomizados. En este sentido, las fuentes consultadas aluden a la existencia de un incremento de intercambios profesionales entre distintos países, así como también a la participación en seminarios y congresos internacionales. Sin embargo, parece necesario generar espacios permanentes de reflexión teórica, de carácter interdisciplinario, debido a la necesidad de desarrollar nuevas teorías que sean capaces de aportar reflexiones que respondan a la complejidad social actual, comprendiendo su sentido, incorporando lo local, abarcando lo global y haciendo frente al neoliberalismo brutal, bajo una perspectiva propia.

En la historia de las ciencias sociales latinoamericanas estuvo presente con fuerza una crítica social que apuntó al desarrollo de una ‘sociedad mejor’. Actualmente, con todas las dificultades que atraviesa la región – pobreza, desigualdad, desempleo, trabajo precario, carencia de educación pública y de calidad, etc. – y con la situación actual que vivencia el país, arrastrada hace décadas, cobra suma relevancia retomar la perspectiva crítica. En este sentido, es importante reconocer que las ciencias sociales, como ‘campos simbólicos’, son también espacios de poder, parece necesario recuperar dicho campo, con el objetivo de aportar a la generación de teorías con una perspectiva que favorezca una globalización diferente a la neoliberal, que ponga en valor la diversidad, la igualdad, la justicia social y la sostenibilidad ambiental, entre otros aspectos. 

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