Opinión:

La Dimensión Política del Terremoto del Bicentenario

La Dimensión Política del Terremoto del Bicentenario

El sociólogo alemán Niklas Luhmann señalaba que, en la sociedad moderna, las desgracias no se tratan como condiciones impuestas por la naturaleza, sino como efectos de decisiones que se tomaron o que no se tomaron. Es así como las consecuencias del 27-F se han teñido de una elevada politización que ha generado nuevos escenarios de crisis, tanto para las autoridades como para las víctimas del desastre. Si bien es cierto que la ocurrencia e intensidad del terremoto no puede imputarse a las autoridades, la población espera que éstas posean la capacidad para prevenir y actuar oportunamente, enfrentando con celeridad y efectividad sus consecuencias.

La madrugada del 27 de febrero del año pasado fue para la gran mayoría de los chilenos el inicio de muchos días de incertidumbre a raíz de un sismo de 8,8° en la escala de Richter, cuya duración alcanzó casi cuatro minutos, uno de los mayores registrados en la historia de la humanidad. Las cifras son elocuentes: millones de afectados, directa e indirectamente, y en la zona del epicentro más de medio millar de fallecidos o desaparecidos. A contar de esa fecha, innumerables familias vieron truncados sus proyectos y modos de vida sin que, hasta ahora hayan podido recuperarse de la tragedia. En Concepción, los más afectados, quienes se sentían protegidos por sus viviendas, continúan con una intranquilidad latente. En el transcurso de estos doce meses, los penquistas han continuado reviviendo cotidianamente la tragedia al recorrer su ciudad evitando el peligro de edificios colapsados que amenazan desmoronarse y sorteando los trabajos de reconstrucción que se efectúan en distintos puntos urbanos y viales.

Nuestros estudios testimonian el empuje de los habitantes de Concepción y su capacidad para sobrellevar sus pérdidas. Sin duda los penquistas saldrán adelante, pero les ha quedado una amarga impresión al constatar, una vez más, que la actitud predominante ante la larga historia de terremotos acaecidos en la zona sigue siendo meramente reactiva, a pesar de que las autoridades, en sus declaraciones, repiten que "Chile es un país sísmico". Es por ello que se alude a la responsabilidad de autoridades, cuyas decisiones frente a eventos en cierto grado previsibles, no deberían inspirarse en el puro sentido común, voluntarismo e improvisación. Tampoco suponen que la recuperación pueda alcanzarse con palabras de solidaridad y de aliento, con caridad, mega-eventos y campañas publicitarias. Todo ello es necesario, pero insuficiente para atender el fondo de lo que provocó la catástrofe, y menos para sacar una lección que permita enfrentar adecuadamente eventos de este tipo.

Ciertamente la opinión pública es certera y se proyecta, cada vez, con menos resignación y pasividad. Mitigar e incluso anticiparse al impacto de los fenómenos naturales, tan recurrentes en el país, es perfectamente posible hoy en día. Por eso estos eventos adquieren fuertes implicaciones políticas, en las que los datos técnicos sobre la intensidad de los sismos y sus causas geológicas ceden su preeminencia a las comunicaciones, en este caso de protesta ante la falta de información y ayuda oportuna. Ello se incrementa cuando se aprecia lo poco "natural" de sus efectos. Y cuando las personas evalúan, con mayor distancia y método, las reacciones ante el desastre, surge con evidencia la convicción de que "todo podría haber sido distinto".

Percibida como  limitada, la respuesta institucional ante la emergencia dejó al desnudo las fragilidades que se producen cuando se ignora o no se explicita el hecho de que gran parte de las secuelas de los desastres provocados por la naturaleza son consecuencias de recortes de presupuestos, inadecuación o incumplimiento de normas, información inapropiada o precarios emplazamientos de poblaciones humanas. Es decir, la mayor parte de las veces son resultados indeseados de (malas) decisiones, de la falta de preparación ante vulnerabilidades preexistentes. Estos desastres no pueden, en consecuencia, tratarse como un "ataque del enemigo" del cual hay que defenderse para recuperar la normalidad, por el contrario, son reflejos de la normalidad social que no cuestionamos. Desde ese ángulo, el terremoto es "social" y sus réplicas también son sociales: ellas colapsan cuerpos, sueños, estados de ánimo, solidaridades, instituciones y patrimonios. En este sentido, la función de la población y los medios es confrontar si lo que se hizo o se ha hecho -o no- frente al desastre es lo adecuado, especialmente si podría haber sido, o puede ser, mejor.

Sabemos que los terremotos no pueden anticiparse con certeza, pero cuando estos ocurren lo hacen en contextos conocidos de antemano. Por eso a nadie puede culparse por la ocurrencia de tales fenómenos, pero sí pueden imputarse responsabilidades por la inexistencia de planes de rescate, por malas construcciones, malas comunicaciones, deficientes carreteras, hospitales o aeropuertos insuficientes.

Forman parte del Chile del Bicentenario las expectativas de que las instituciones públicas, dada su misión, se encuentren preparadas para no equivocarse en las estimaciones de las catástrofes y dispongan de planes para estas emergencias. Pero estas expectativas fueron decepcionadas. Una probable consecuencia de dichas carencias es que ante la incertidumbre se originaron grupos que, sin contar con un mínimo de representatividad, provocaron tumultos y en su espontánea agregación tuvieron la posibilidad de generar mayores problemas, incluso para ellos mismos. Cabe recordar los reportes sobre vecinos que se organizaron para defender sus viviendas y familias frente a "turbas" provenientes de otros barrios, o los casos de vecinos desesperados porque no sabían hasta cuándo contarían con agua, alimentos o remedios, y sin dinero ni posibilidades de reponerlos.

Los terremotos tienen varios ingredientes: saqueos, estigmatización de gente inocente, violencia entre ciudadanos, desolación, rabia e impotencia. En el 27-F eso ocurrió y se amplificó en parte porque la población no tuvo respuestas oportunas para enfrentar coherentemente el desastre y actuó evaluando, a oscuras y en un tiempo limitado, sus posibilidades y medios. Esta situación es la que se conoce como "sálvese cada uno como pueda". Esta imagen ha penetrado profundamente en la población y la ha insegurizado, la personas sienten que en cualquier momento deberán competir por su sobrevivencia. Por eso nos preguntamos qué hubo de diferente en la respuesta institucional y personal ante la fuerte réplica del pasado viernes 11 de febrero, aparte de las ventajas de su ocurrencia en día claro -¿se habrán alertado las solidaridades comunitarias?

Los desastres naturales tienen importancia en la medida que impactan en la sociedad. Es en ella donde se los define como tales, se calculan sus efectos, se interpretan sus consecuencias y se toman las medidas para abordarlos. En efecto, a pesar de las expectativas y necesidades urgentes, los requisitos jurídicos y los procedimientos administrativos ponen presiones significativas al otorgamiento de ayudas inmediatas y, en ese sentido, la coordinación en las operaciones de respuesta y reconstrucción es un enorme desafío en el que hay un frágil equilibrio entre criterios técnicos, políticos y normativos. De hecho, la estructura burocrática de los servicios públicos complica y lentifica la reacción oportuna frente a los desastres, especialmente cuando no se cuenta con una adecuada comunicación interinstitucional y una base de conocimiento compartido para apoyar las respuestas. Lo que sigue también lo hemos conocido en estas últimas semanas: competencias mal entendidas, envidias institucionales y búsqueda de protagonismo, todo ello en medio de una reconocida y mayúscula catástrofe.

A medida que nuestra sociedad es cada vez más secularizada e individualista, las organizaciones dependientes del poder político son fundamentales para contener estos terremotos sociales. Pero estas instituciones, como muchas viviendas, también pueden agrietarse. Eso, por un lado, se llama falta de profesionalismo y de recursos; por el otro, pérdida de credibilidad y confianza. De hecho, los organismos que se involucraron inadecuadamente o a los que se les atribuyeron negligencias tendrán que superar muchos obstáculos para reconstruir su reputación, especialmente cuando los liderazgos políticos se han enfrascado en contiendas de corto plazo mientras la opinión pública no logra visualizar de qué manera estas podrían llegar mejorar la capacidad operativa para enfrentar catástrofes futuras con mayor efectividad.

Sin embargo, la oportunidad está abierta. El reforzamiento de la institucionalidad estatal para afrontar desastres naturales dispone ahora de su "cuarto de hora", justamente cuando la opinión pública y la presión de los medios destacan los rendimientos políticos que acompañan a tales preocupaciones. De no aprovecharse esta oportunidad, el tiempo se encargará de hacer olvidar los problemas de fondo, disminuirán las medidas y controles y la mala memoria, combinada con las ventajas que se toman en cuenta al decidir asumir riesgos, ganarán las mejores posiciones.

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